martes, 12 de noviembre de 2019

Yo no quiero Madrid con aguacero, ni Palermo sin ti

La última vez que escribí un texto estrictamente por placer fue hace dos años. Había ido a ver a Sabina en Neuquén. No me resulta casual que las ganas volver a poner los dedos en el teclado de esta forma surjan después de haberlo visto y escuchado, seguramente, por segunda y última vez. Ya me había sentado frente a la compu para hacerlo en estos 24 meses, pero lo que salió me pareció una reverenda mierda. Un par de textos fueron publicados y no me generan el más mínimo orgullo. Otros, afortunadamente para los ojos del mundo y para mi autoestima intelectual, están en borradores de blogger y nunca saldrán a la luz.

No es que no haya escrito o se me haya apagado la creatividad. Estimo que el hecho de trabajar en periodismo gráfico me ha empujado a estar más atento al día a día que a mis necesidades viscerales. En otras palabras: me acostumbré a escribir con el revés de la chota y le di una pausa a mis instintos. Pero si tengo filtro dejo de ser yo, así que esta historia de alguna forma es como una vuelta a las fuentes.

El día del viaje apareció una molestia. Se nota con algún alimento muy cálido o con una bebida fría. Será que al cuerpo, de a ratos, le molestan los extremos, le gusta lo natural. Alguna caries dando vuelta, propia de la desidia. Dolor de muelas, pan de centeno. Hasta a las suelas de mis zapatos te echan de menos.

Siete horas en un aeropuerto
Hora de salida estipulada: 21. Un rato antes se acerca la azafata a la fila y avisa que no se pueden usar los celulares en el avión. Se hacen las 21:45 y llega el primer garrón:  "Una hora de demora hasta tener novedades(??). Deben dejar la zona de embarque".

Vamos a hacer tiempo al bar del aeropuerto, donde el porrón cotiza más caro que el agua mineral en una creamfield. Pasa la hora de espera y en el mostrador de Jetsmart nos dicen que se reprogramó el vuelo para la 1:45 am. Prometen refrigerio para "dentro de un rato".

A las 23 aparecen con: TRES EMPANADAS. La del mostrador de Jetsmart pestañó y ya se habían terminado. A las 1:35, vamos a embarcar de nuevo y se escucha. "Vuelo reprogramado para las 3:45". Una hermosura. A seguir cargando celulares mirándonos las caras de boludos.

3:15 salgo a fumar el nonagésimo pucho del día y un señor me pide fuego. Cuenta que nos está viniendo a buscar desde Ezeiza un avión vacío y que viene por La Pampa (andá a chequearlo a la concha de tu hermana, es un avión, no un Vía Bariloche).

Pero lo más relevante que comenta el señor es que él sabe, cual fanático de La Renga, la razón de la demora del vuelo. Resulta que cuando estábamos por embarcar a las 21 (ATENCIÓN) ¡¡se metieron dos pájaros en la turbina!! Fuente: el enfermero del aeropuerto.

3:40, tercer embarque del día. Llegó el avión que un rato antes iba por La Pampa. A esta altura ya me chupaba un huevo si andaba, si se metían pájaros en la turbina, si se caía, si lo manejaba el mismo que se la puso con Chapecoense o la puta que los parió.

Ya había una noche menos que la planeada en Capital. El viaje de ida fue feo porque empezó demasiado temprano y terminó a la mañana siguiente. En el medio, la sensación de encierro me generó desesperación como nunca había sentido. Los asientos no se reclinan, están rectos. Los viajes lowcost son como subirse a un koko con alas, pero llegamos.

Mauricio Eugenio, un pibe hermoso
El afamado Mauricio Eugenio fue mi compañero de viaje, con lo cual las probabilidades de salirse del libreto eran altas. Tanto así que lo acompañé a una movida de ''teatro ciego'' donde solo se ''disfruta con el sonido'' en una sala con sillas totalmente a oscuras. Éramos seis personas y entramos en fila, yo cuarto.
El fenómeno que manejaba el tema iba adelante y nos guiaba, pero nadie veía un carajo. A los pocos pasos de entrar a la sala yo ya me había soltado de los tres muñecos de adelante, con lo cual no sabía donde corno estaba. En la desesperación de estar a ciegas no emití sonido. En vez de gritar ''che, me solté, estoy perdido'', no dije nada y me guié por el ruido. Se ve que me invadió la vergüenza por no haber samarreado con fuerza al de adelante y la culpa por los otros tres que tenía detrás, entre ellos el hijo de puta de Mauricio Eugenio. Empecé a tantear, sabiendo que me podía encontrar cualquier cosa. Fui frotándome con la pared hasta que escuché cerca al guía y a los otros dos pelotudos que habían acelerado, dejándome de garpe.

Fue una hora de escuchar el sinfónico de Cerati sin ver un pomo, en la que resolví todos los males de la humanidad. Respiré la sensación de que algún ser humano me tocaría el cuerpo sin mi consentimiento, pero por suerte nadie en la sala tuvo el estómago para hacer semejante cosa. Todo sea por mi amigo, mi hermano. El inefable, Mauricio Eugenio. 

Ese jueves quisimos ir a una cervecería donde pasan cumbia desde las 19, algo que para mi sería como el paraíso terrenal, pero caímos a las 21 y la cola para entrar era interminable. Salimos caminando por Avenida del Libertador. Había viento. Si, viento. Ni humedad ni calor. Viento. Todo el año viviendo en un clima de mierda para que se repita a 1200 kilómetros. A esa altura nos miramos a la cara sabiendo que estábamos meados por Godzilla.
Resulta que por Libertador la gente hace actividad física. Salen a correr, caminar, van en bicicleta, todo lo que hay que hacer para vivir cien años.

Me quedaron en la retina varios detalles que harían eterno este posteo, pero algunos ameritan ser por lo menos mencionados. El tachero hincha de All Boys, que dejó de fumar hace tres años porque sentía que se moría y no usa dispositivo electrónico de ningún tipo. ''Si alguien quiere saber de mi o contactarme, lo hace y punto. Si no vivís pendiente de la tecnología''. La piba que se mudó hace poco justo al lado de su chongo (casado, con familia). Dice que por eso no quiere nada con nadie, pero cada tanto invita algún boludo a dormir porque se siente sola. Cómoda la cama igual, hasta que amaneció, por fin. 

El departamento donde nos hospedamos en Palermo, donde compartimos risas, birras y algún que otro estimulante. San Telmo, donde cenamos con el gran Alber. Cuando le va bien en lo más mínimo lo siento como un triunfo propio. Juncal, Fitz Roy, Gorriti, Colegiales, Madero, Recoleta, Villa Crespo y tantos más. Calles, barrios y nombres que siempre supe que existían pero por los que nunca había transitado.

Y así nos fuimos
Suelo observar a los seres vivos, independientemente de su especie, más en una ciudad que cada vez que voy me hace sentir un nene en una juguetería. Por Libertador crucé miradas con una piba cuyas características me dejaron sin palabras. Fueron tres segundos, a lo sumo cuatro, que nunca más ocurrirán. Pero se me grabó en el cerebro como cuando los dueños identifican a las vacas con un hierro caliente. Por esos cuatro segundos, le pertenecí.

Se puede viajar o cambiar de ciudad, pero los demonios siempre van a estar, en tanto y en cuanto uno no haga lo suficiente para ponerlos en un avión de jetsmart con destino a un lugar donde ya no molesten a nadie.

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