miércoles, 12 de abril de 2017

La máquina descartable

El monstruo de mil cabezas que manda en la historia moderna ganó la guerra y se lleva batallas todos los días. Transforma a las personas en papelitos desechables, de esos que se usan y se tiran a la basura. Mientras tanto, la rueda sigue girando y la plusvalía no se altera.


El capitalismo no solo  es un sistema económico, precisa de una telaraña cultural irrompible que nos consume el cerebro y se plasma en nuestras acciones.
Quizás los medios masivos, en su afán de generar consumo sin importar la calidad del producto, sean uno de los ejemplos más visibles. La mayor pena es que, este sentido que se construye todos los días, se replica ''minuto a minuto'' en nuestros vínculos más próximos. Para seguir funcionando, el sistema precisa renovación constante de elementos. A ninguna empresa le sirve que una heladera o un auto duren veinte años, como pasó hasta los 80'. Con la profundización del neoliberalismo como forma económica y cultural, las heladeras, los autos y las personas pasaron a ser más o menos iguales.
Entonces, se pierde la percepción de lo humano con mucha facilidad y todo da lo mismo. Al monstruo tampoco no le conviene que seamos felices por demasiado tiempo, sino ¿qué consumimos?.

Cuando era chico me costaba desprenderme de lo material. Guardaba pelotas de fútbol, ropa, agendas viejas, zapatillas y demás cosas porque no me entraba en la cabeza que eso dejara de pertenecer a mi vida cotidiana. Perdía una campera, un lápiz o un cuaderno y me quedaba triste por un año. Ese es uno de los rasgos más distintivos que recuerdo de mi infancia en comparación a hoy.
Una vez, durante unas vacaciones, una prima de mi viejo me preguntó cuál era mi objetivo en la vida. Me acuerdo como si fuera hoy. Estábamos esperando que la tía Angélica sacara las papas fritas del aceite hirviendo. Yo tenía ocho años y estaba parado en una silla del comedor. Ella, con 17, me miraba asombrada por mis ganas de hablar y, supongo, también por la cantidad de pelotudeces que decía a tan temprana edad.

-y vos ¿qué querés hacer?
-no se bien que quiero hacer, pero quiero que me reconozcan.
-ah, querés ser famoso
-no, no es eso. Los famosos son medio pelotudos. Quiero que cuando me muera se acuerden de mi.

Ese diálogo, 18 años después.

Bue, 18 años después ese diálogo desemboca en una resignación absoluta, poblada de tristeza. Porque la realidad me mostró que el mundo va a seguir girando, esté o no esté. Pecado de juventud e inmadurez, llegué a creer, en mi adolescencia estirada, que la rueda que giraba era yo y que todo pasaba alrededor mio. Que era indestructible, que la muerte estaba lejos y que yo era clave en sus vidas. Para algún alma perdida, quizás lo fui. Pero me empeñé en dejar de serlo.

Y si. La verdad es que he hecho de todo para que me olviden. Me comió la máquina descartable. Le di tan poco valor a las cosas que realmente lo tienen, que terminé reproduciendo los comportamientos que tanto aborrezco. Hoy todo esto me da asco. Cualquier rol que ocupe, cualquier cosa que haga, da lo mismo. La ausencia de sentido colectivo que tiene la máquina te lleva a eso. Cada tanto algún recuerdo me saca una sonrisa. Pero ya no es lo mismo. Me pensé distinto y al final fui uno más.

Si un desafío me quedó, es el de asumir esos errores pasados para no ser un infeliz más que alimenta a este sistema ávido de fracasados morales como quien suscribe. Quizás a eso me ayudan mis viejos. A acordarme como era añorar ser diferente en un partido donde el cero a cero está firmado de antemano.

 

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